Parece cada vez más claro que la tarea de desarrollo de modelos de inteligencia artificial generativa como
ChatGPT,
Claude,
Gemini y similares está destinada a ser una tarea de monetización muy compleja, con un modelo de negocio sometido, por un lado, a una fortísima competencia sin demasiadas posibilidades de diferenciación ni de construcción de defensas, y por otro, a unos costes muy elevados que impiden a las compañías entrar en beneficios.
Las compañías dedicadas a esa tarea parecen haber entrado en una dinámica de innovación incremental en lugar de disruptiva en la que la única frontera válida es escalar más y más en capacidad de computación, lo que supone invertir más y más en los microprocesadores que Nvidia les vende, y en carísimo personal altamente especializado.
Esa circunstancia está determinando una estructura económica muy clara: compañías como OpenAI van facturando más y más a medida que pasa el tiempo y el uso de sus algoritmos se va popularizando, pero sus costes también escalan de manera descontrolada, lo que las pone en unas perspectivas de supervivencia como mínimo complicadas.